Conocí a uno, lo vi moverse, podría imitar su voz, le conozco el andar y los gestos. Todos tienen algo que contar o recordar sobre él. Son las cosas que a uno se le escapan cuando comienza la Historia. Uno no imagina nunca que alguien tan cotidiano pueda ser trascendente, como eso que se dice “qué va a ser actor si vive a la vuelta de casa”. Pero es que a veces -muy de tanto en tanto- en países como estos hace falta un milagro.
Veníamos decúbito dorsal encarando una escalera. Amargados, sin futuro y con la gente –esos que podían claro- de salida por Ezeiza. Con la gente desparramada. Veníamos aburridos y atontados de tanto primer mundo en la salada, de tanto puterío en la política y de tanto turro vendiendo humo. Se nos venía encima la insoportable desfachatez de la impunidad, la vergüenza y la derrota.
Y entonces -cuando todo estaba perdido- apareció un fulano alto, desgarbado, que no se abrochaba el saco cruzado, flotaba sobre unos mocasines y era imposible saber a quién miraba. El pelo despeinado, la sonrisa burlona y fácil, o la seriedad marcada en sus labios escondidos y apretados. Todos los gestos en el dibujo que hacía ante un auditorio que no podía ni quería creerle, tampoco escucharlo.
Con las primeras cosas que hizo como presidente, algunos dijeron “setentismo” y sonreímos, claro. Fuimos viendo algo así como una segunda oportunidad. Fueron apareciendo los desaparecidos en actos, plazas, escuelas, placas, reivindicaciones, juicios de la verdad con sentencia y penas de cumplimiento efectivo, en cárceles comunes. Apareció el apuro por las cosas que había que hacer (y nadie las había hecho). El trataba todo como si fuera natural, como si el sentido común fuera natural.
Habló menos de Perón, mucho menos que en esos actos de liturgia y circunspección del todovalelomismo. En vez de nombrarlo, se le dio por honrarlo un poco todos los días. Gobernar, dicen que es.
Hubo empleo. A mi me tocó ver los dientes medio amarillos medio negros de los nuevos laburantes antes de hacer uso de la obra social. Contentos, todavía desconfiados como perro apaleado, pero contentos. Qué alegría pagana la de la dignidad recuperada.
El lo hacía con picardía. Porfiado. Y como descanso tomó la costumbre de tirarse de panza entre la gente en los actos. Entró calladamente en corazones duros y volvió a encender ojos escondidos.
¿Alguno sabe bien como es eso de la dignidad? Una culebra que se escapa por dentro cuando no puede asomarse, un fuego que queda cuando el incendio se da por terminado. Es porque la dignidad, cuando está aprendida, sigue quemando bajo la piel. Un día alguien le corre el toldo al sol y la humillación se va corriendo desnuda por la puerta de atrás. Es ese tipo. Yo creo que le debemos todo.
Insisto… ¿qué es un prócer?
Un prócer sabe adónde quiere ir y va nomás. Se cae y se levanta. Negocia, claro que negocia, y sale sin renuncios. Se desanima, se descontrola, manda todo a la mierda. Y vuelve. Escucha, cuenta con cuántos cuenta. Avanza y retrocede, y siempre quedás un poco mejor y con la posibilidad de dar unos cuantos pasos más. Es el que cada tanto, mira para atrás a ver si vos todavía estás ahí. Te invita, te incita, se te mete adentro y de pronto te parece que muchas cosas son posibles. Y tal vez no lo son, como no lo eran antes. Lo que cambia es el fulano que lleva la chispa adentro. Y entonces vamos.
Si hubiera filmaciones de otro tiempo tendríamos a muchos que frente a la cámara dirían “yo estuve con San Martín en San Lorenzo”, “lo vi de lejos, cuando mateaba con la tropa en el Plumerillo”. O uno ve la película de Belgrano, y parece que podría ser así, un tipo así.
A nosotros nos tocó Néstor. Fue de pasada. Guardo un apretón de manos por encima de las vallas. Le dejé una bic negra pegada al ramillete enganchado en la reja en la cola enorme de la despedida. Y el corazón que me devolvió.
Como la historia no existe todavía, cuesta la fecha. Los ojos te traicionan, te flojean. Y uno como un boludo se pone ancho con la bandera, le da un beso al aire y se vuelve caminando por la Plaza. Aunque esté acá sentado escribiendo estas cosas.
Los nietos de todos, aún de los que no entienden, lo leerán en los libros. Algún día. Y yo le diré a un fulanito –el que me toque- que viajé en tranvía (aunque era muy chiquito), fui varias veces con un tío en el tren del bajo (no el de turismo sino el otro que seguía después de Bmé Mitre), jugué con los changuitos de Gigante mientras mis viejos hacían las compras, me fui pateando tres veces a Gaspar Campos, pero no vi a Perón.
Pero a Néstor Kirchner si. Y pensaba en que siempre estaría. Y no. Los que estamos siempre somos nosotros, que nos reciclamos de generación en generación. El pueblo siempre está. Hace mucho que ese pueblo levantó un nombre y lo llevó como bandera a la victoria. Y pasó esto, casi sin querer. Que Néstor estaba paradito ahí, esperándonos con la bandera. Ahora es nuestra.
Un tipo tan nuestro... qué lindo es tener un prócer para contarle a nuestros nietos.
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