martes, 7 de febrero de 2012

ORA PRO NOBIS (que yo ya no quiero)

“¿Es que tu has matado a un hombre, niño?”

La voz del capellán en susurro atravesaba la rejilla del confesionario, y hasta podía ver brillar su diente de oro como cuando levantaba la hostia grande en la consagración. Ojos pequeños, acuosos y sin vida. Lejanos. Una pelada absoluta y el tono extranjero.

Claro que no había matado a un hombre. Quería conocer un poco acerca de la relación entre la naturaleza humana, el alcance y dimensión del perdón de Dios y el concepto trascendente de la justicia. A los ocho años. Y no. Si un hombre mata y luego se arrepiente, ¿Dios es capaz (y quiere) del perdón? La respuesta me desilusionó y fue la primera incomunicación con la Iglesia.


La religión es así. Sin embargo, a principios de junio del ´63 volví llorando a casa. “Se murió el papa”, le dije a mamá buscando su abrazo. Nos habían enseñado el luto y el valor del respeto a la muerte. Y la del Papa era la más importante. Mucho después me enteré algo más acerca de Juan XXIII y su Concilio Vaticano II (y la apertura de mis ojos hacia muchas otras ventanas).

Era un colegio lasallano, privado con aporte del estado (esa cosa que dura y dura) pero no acomodado. Se trataba de que se mezclaran las clases y las situaciones. Así tenía compañeritos de familias bien (comerciantes bien) y algún otro que venía de la villa, o de familias “disfuncionales” (es decir, aparecía la madre nada más).


El hermano Nicasio blandía la campana en su mano regordeta e imponía respeto y disciplina. Algún sopapo también. Adoctrinamiento, también. Le recuerdo el ruido de cadenas de los pecadores que bien podían andar por los pasillos de casa, el asalto de la noche y la necesidad de estar preparados para morir, la fragilidad e inutilidad de la vida humana y la fastuosidad del reino de Dios. El peligro constante del Diablo. Su ceguera de un ojo nublado, la expresión bonachona tras la ferocidad de la sotana y la figura imponente, la renguera, el pelo gris y al ras. Nos preparaba para la primera comunión dejando bien claro que era un cambio de estado, más que de vida. Pertenecíamos a la comunidad de los cristianos (católicos, que era lo mismo) por el bautismo, pero aún no éramos miembros plenos de la Iglesia. Ensayamos con hostias no consagradas y me sorprendió esa levedad que recordaba lejanamente a la masa y se disolvía al instante en la boca. No tocarla con la lengua ni con los dientes. Alguno se atragantó de los nervios. Manos juntas, se va en doble fila y se retiran por los costados en perfecto orden y silencio. Y silencio.

El que haya organizado los viernes de la confesión, debe haber sido un estratega o un ingeniero oculto bajo los hábitos. Eramos un grupo numeroso y pasábamos por interminables filas de bancos largos, de esos que tienen el apoya rodillas para rezar (y que no se debe pisar) haciendo filas, hileras, pero varias porque abastecían a cuatro o cinco confesionarios. Y así nos ibamos entrecruzando, siguiendo el turno y la dirección correspondiente al confesionario asignado. Todos sabíamos y a nadie se le ocurría preguntar nada. En la Iglesia (el edificio) no se habla en voz alta. No se habla, es lo mejor. Dios está presente en todos lados, pero en su casa mucho más. La altura, las imágenes, el aire medieval y simil piedra, los bancos, la nave central y las dos laterales más chicas, el altar mayor y los secundarios, todo eso aplasta la individualidad y la hace diminuta. El poder de Dios, sólo eso. La luz entra apenas por los vitrales desde lo alto.

Uno de los mayores problemas que recuerdo de esa primaria fue un viernes que nos comimos algunos caramelos antes de la misa y no pudimos comulgar. La culpa hizo uno de sus primeros ensayos, buscando en el tiempo mayores motivaciones para hacer nido en el alma y alimentarse de mi para siempre.

Sin embargo, no tengo recuerdos espantosos ni pesadillas con la educación religiosa, y me costó mucho entender las críticas que compartí mucho después y las marcas tortuosas que dejo todo eso en muchos niños y niñas que crecieron con la Iglesia detrás.


Me formó la Iglesia, la trato como a una vieja nodriza que enloqueció y comenzó a matar bebés. En algún lado la cobijo, como un zombi con síndrome de Estocolmo, por amor.

2 comentarios:

  1. En que año terminaste la primaria? Fuiste al secundario también?
    Yo recuerdo el miedo que inspiraba el gordo Nicasio.......y los viernes de confesión.

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  2. Disculpame que no hay contestado a tiempo, estuve un rato tomandome vacaciones de blog. Terminé la primaria en el '69 y andarás por ahí si conociste al Hno Nicasio, concuerdo con lo que decís. Un saludo.

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