A todos nos pasó algo ese día. Yo no sabía que mi adolescencia había terminado abruptamente, ni que ya un día no seguiría al otro así como así.
No sabía que ya no volveríamos a tocar la guitarra y pasar la tarde de un sábado en cualquier plaza. Que no íbamos a salir nunca más sin documentos. Que la agenda iba a ser algo peligroso, como un libro, como un morral, como el pelo medio largo.
Que, por ejemplo, no había que hacer comentarios delante de cualquiera, mucho menos decir lo que uno piensa.
Que el silencio y la indiferencia iban a doler tanto y por tanto tiempo. Que nos iba a pasar algo malo.
Que volver a casa era algo de cuidado, que había que elegir por qué camino y a qué hora.
Que un uniforme significaba muchas cosas…
Que el “clima de violencia” que se vivía en realidad aún no había comenzado. Qué siempre se puede estar peor.
Y que un animal furioso y lastimado se iba a esconder en la garganta y el estómago para clavarme las uñas en algunos momentos. Que no iba a poder llorar, porque tenía miedo de no poder parar.
Ese 24 descubrí la mala cara de la soledad, pero no lo sabía. Lo fui entendiendo con el tiempo y ese descubrimiento me iba a ser un fulano distinto.
No me llevaron, no me torturaron, no me desaparecieron. Me metieron en cana si pero poquito y casi al final. Yo tenía una cruz colgada en el cuello y los ojos más puros, tenía planteos más éticos que políticos y sentía directamente. Hablaba sin silencios. Tenía amigos y compañeros. Discutía si el socialismo nacional o la revolución peronista y todo eso. Había hecho alguna incipiente experiencia militante. Recién empezaba.
Se afanaron la adolescencia. Se la llevaron puesta con un carro de asalto. No es nada, hubo cosas mucho peores.
Entre el 23 y el 25 de marzo hay un espacio que no pude encontrar nunca. Y así creci. Así tuve hijos, me hice grande. Volví a varias militancias. Tuve muchas certezas, también las dejé por ahí. Hoy tengo un par de ideas que se hicieron carne, un sentimiento que resumió y le dio sentido a otros más antiguos. No son originales, ya estaban en la “marcha”. Cuando la canto, cuando la cantamos, es como un remedio de esas heridas. No se por qué, no me hace falta saberlo.
Y siempre recuerdo lo mismo, ese 24 en la ESMA cuando volví a creer. Lo tenía de saco abierto, despeinado, a los trancos largos abriendo el portón. Abrazos con compañeros, entendimientos con mucha historia, más abrazos. Nada se borra, nos pasó a todos, nos seguirá pasando aún cuando se haya hecho Justicia.
Creo en los pañuelos blancos, porque no había nada en lo que creer. Creo en el Flaco, porque demostró que se podía volver.
Nos dejaron así, pero no nos vencieron.
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