Yo era un nene de lentes feos de unos ocho años, llevaba un tapado gris y un sweter tejido por alguna de mis abuelas, pantalones largos de salir porque era invierno y zapatitos lustrados. Aún me cortaban el pelo con media americana y el flequillo a lo Marrone. Seguramente no me fijé en mí, esa es una costumbre de la adolescencia que aún me encandila cuando me siento a tomar un café frente a un espejo.
Ese día -u otro día- el viejo había entrado en confesiones políticas con su hijo mayor. Ibamos doblando la subida de la panamericana a la altura de Vicente López en el Gordini que teníamos en ese entonces, cuando subitamente y como siguiendo alguna noticia en la radio del auto en la que yo, desde ya, no había reparado, me dijo que iba a votar a la UCRI porque le gustaba Frondizi. Que siempre había sido radical, pero que Frondizi había hecho bien, porque era muy inteligente y había que hacer partidos nuevos. Que empezaba una nueva época y que todo era muy, pero muy importante.
Pregunté qué era votar y me dijo que los militares se iban a ir y que por eso, la gente tenía que elegir al presidente. Me impresionó eso de que todos votaran al presidente y mucho más que el presidente no tuviera que ser un militar, aunque creo que no entendí muy bien qué cosa era votar. Lo claro era que se hacía entre mucha gente. Fue todo, pero esa era la primera charla política de mi vida. En casa no se hablaba de eso y si lo hacían, los chicos nos habíamos ido a la cama. Se que comentaban siempre el noticiero de Radio Colonia, pero eso era muy tarde y yo me levantaba a las seis para ir al colegio. Después de eso no hablamos de política hasta que fui más grande y, como era de esperar, nunca estuvimos de acuerdo.
Aunque si se hablaban de política en casa, ocurre que yo no sabía que esos temas tenían que ver con la política. Recuerdo que decían cosas de alguien que había sido presidente antes de que yo naciera y lo que decían no sonaba muy bien. El viejo decía “el dictador”, “el que está en Madrid”, “ese”. Un innombrable. Enganchando un párrafo con otro, pude reconstruir después una trama. El viejo era profundamente antiperonista, tanto que se había sacado el brazalete negro que le obligaron a ponerse en el banco cuando murió Evita (aunque incomprensiblemente también supe, años después, que respetaba a la Señora). Decía que no lo ascendieron por eso. Y mamá contaba que en su casa de soltera se habían refugiado monjitas con las que ella trabajaba como maestra, porque las perseguían y hasta el hábito habían tenido que dejar para que no las reconocieran. Y otras historias... de la gente que se había envalentonado con el peronismo. Mamá contaba que el abuelo escuchaba atentamente los discursos de Perón por la radio y decía que estaban ocurriendo cosas por las cuales el país iba a cambiar para siempre. Su padre había muerto en el '48, dejándola con una soledad que aprendió a compartir consigo misma y que aún le dura.
Pero volviendo al tema, los militares los habían librado de Perón, pero no del peronismo. “Esto no se acaba más” rezongaba el viejo. Encarnaba la forma no peronista de ascenso social (en el país peronista). Inmigrantes, conventillo, madre abnegada, un padre perdido en el humo del toscano desde el umbral de la casa alquilada en Coghlam, el laburo desde los trece años, el trabajo en el banco de Italia, el hijo único y la madre viuda. El hijo casado, la casa propia, el crédito, el auto, el hijo. La sistemática compra de electrodomésticos para la madre que se resistía a tanto artefacto pero que se hizo adicta a la tele. La compra de la casa alquilada para la madre. El velorio de la madre en su casa en el '63 y el camino del desconsuelo que guardó en trajes de sastre y las ganas de conquistar el mundo.
Nunca me dijeron quién era el tal Perón, pero seguro que nada bueno. Alguien violento, que enardecía a la gente y prometía venganza por la radio. Valores no cristianos. Alguien que vivía como un rey en España con todo lo que se había robado. Y la queja por tanta y tanta gente que seguía siendo peronista.
Algo no encajaba. ¿Por qué toda esa gente insistía con algo que a mis padres les parecía una pesadilla? Sin duda, algo tremendo y terriblemente importante había pasado justo antes de que yo naciera.
Y entonces, dimos ese extraño paseo del que hablaba al principio. Seguimos caminando para buscar el coche –que ya era un Peugeot 403- y pasamos frente a un puesto de diarios y revistas. El viejo hizo más lento el paso como deteniéndose casi y señaló una foto. Yo sí me paré y él me tironeó nervioso.
Era una foto coloreada como las que había visto en una visita a Luján, con un señor muy sonriente y magnífico en su uniforme verde oliva montado sobre un enorme caballo blanco con pintas negras. Apurando ahora si el paso, me dijo como en secreto: “Ves, ese es Perón”. Me recomendó que no repitiera el nombre porque estaba prohibido, pero que ya lo iba a escuchar porque se venían las elecciones. Pero que Perón no podía participar, porque los militares nunca iban a dejarlo volver al país.
Quedé confundido, porque el tal Perón al parecer también era un militar. Hasta tenía caballo. Parecía un prócer fantastico aunque un poco antiguo. Bueno, como todos los próceres que más tarde me darían y quitarían el sueño.
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