domingo, 14 de marzo de 2010

LOS MISERABLES: El Cabezón

En los años de la chatura más grande que pude ver y sentir, el ruido más común que te acompañaba caminando las barriadas del conurbano sur bonaerense (villas, asentamientos, caseríos perdidos entre rutas que no iban a ningún lado) era el de las botellas plásticas de agua semienterradas en las calles terrosas sin vereda. Distinguías las parejas sin infancia ni adolescencia porque uno de los dos -vestidos igual de buzo y pantalones deportivos- llevaba panza de embarazo. Eran los tiempos del “Fondo del Conurbano”, casi un millón de pesos-dólar (1 a 1) diarios para reivindicar a la provincia más grande y más poblada de la Argentina. Eran los tiempos en que gobernaba Duhalde.


El bañero de Banfield. El hombre de la “renovación” que le había torcido la boca a Cafiero para irse a la aventura con Menem. Don Corleone, la merca como pago político como te contaban todos los vecinos en voz baja (y la corto acá con esto porque uno no tiene las pruebas y tampoco el cinismo de la Dra. Carrió como para pedirle disculpas delante de un juez y sin periodistas).


Un hombre desagradable y tributario de tantos punteros conservadores de la provincia de Buenos Aires que abonaron el primer peronismo, no por identificación con el coronel líder de los trabajadores, sino por odio al yrigoyenismo “corrompido y obrerista” que les sacó la administración nacional en virtud de la ley Sáenz Peña. Ese “peronismo” de la tradición, la “famiglia” y la propiedad privada en que se refugian también hoy reaccionarios de toda laya.


De todas maneras, no es algo personal. Es estructural. Recordemos cuando el Senador se hizo cargo del Ejecutivo flamígero entre el humo del 2001, su mejor perfil. No había llegado por los votos (que siempre le son y le serán esquivos) pero finalmente había llegado. No hay que ser hipócritas (no hay que parecérseles): casi todos respiramos aliviados, alguien se hacía cargo del barco perdido. Comenzó a tomar medidas, a poner paños tibios, a componer el desastre. Respiramos aliviados pero así y todo hay que ir por partes, que no son detalles menores.


Con la pesificación asimétrica el ingreso de cada argentino se redujo a una tercera parte, una meta que las patronales no vislumbraban ni en su mejor utopía. Las empresas –y más que ninguna, los bancos “acorralados”- licuaron sus deudas de la noche a la mañana. Corrieron “salvatajes” estatales, de esos que el liberalismo no quiere oír hablar o, mejor dicho, de esos que son la función especial que el liberalismo le otorga al Estado: privatizar las ganancias, socializar las pérdidas. Hecho esto, el notable Mendiguren dejó el ministerio de la Producción. Misión cumplida.


Planes para los piqueteros, planes para los Intendentes. Colchón a la bronca y poco a poco la “revolución asamblearia” se extinguió junto a su ideología de lavandina. Todo se fue haciendo más o menos normal, el robo a gran escala del neoliberalismo (alias “la década del noventa” de la que el Senador Presidente había sido protagonista insustituible) también.


Hasta hubo tiempo para ponerse duro de nuevo y soltar los perros. El perro Franchiotti por ejemplo en el puente Avellaneda. Dos piqueteros muertos. Zafarrancho de la política y vergüenza de la democracia. El Senador torció la boca y se achicó el “mandato”. Otra causa al viento.


Lo de “la producción” vino después. El Movimiento Argentino Productivo y la verborragia como si se tratara del Primer Plan Quinquenal, pero sin el ímpetu industrializador y redistribucionista de Perón. Una mueca de Perón.


Y allí está, con muchos menos amigos, con mucho menos manejo, pero con mucha capacidad de daño. Rumiando rencores, lamiéndose heridas. Detrás de cualquiera porque no puede estar al frente. Diciendo que lo obligan a volver, que debe llevarse al “monstruo” que trajo (a Néstor), que nadie como él interpreta al Justicialismo. Y quién pondría en duda que representa a ese Justicialismo “disidente” en derrota, anacrónico y patéticamente conservador.

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