jueves, 26 de julio de 2012

YO NO LA VI

Yo no la vi.

Luces de esperanza en Retiro difuminadas en los vapores del andén; carga la valija, puede con ella, afuera está todo. Y no debe haber sido fácil entre las marquesinas que no la nombran en Corrientes angosta, Corrientes esquiva. Café con leche, madrugada, arreglar y planchar la misma ropa para que parezca distinta, esperar. Esperar nerviosa, con una actividad que se come el estómago. Actuar.

Sin embargo el nombre iba y venía en los relatos de mi viejo antiperonista, pero con un reverencial respeto por la Señora que saludaba a esos (a él) muchachos del Central cuando se iban tarde, fichando las horas extras. Porque ella se iba a ir más tarde. Algo así como respeto y admiración, bajo rencores de clase media estrenada en esa época. Cuello blanco, no overol. ¿Dónde estaban esas oficinas que les daban un cruce casi cotidiano? Nunca supe, no se me ocurrió preguntar ni interrumpir.

Iba y venía insospechablemente. La abuela Minga contando la historia maravillosa de su prima -entre licorcito y licorcito en noches de nieto que se queda en casa de abuela y ya es grande, pero allí no- Ezpeleta, campo (esto ya lo escribí pero va de nuevo a las apuradas), la prima juntando chicas que vaya a saber qué hubiera sido, venidas del interior profundo de la provincia (como Esa), llevándolas a su casa y haciendo primero una especie de pensión y luego un emprendimiento. Coser, bordar, esas cosas de una época malvada y al mismo tiempo ingenua. La carta, las máquinas de coser que bajan del camión en fila india. Las chicas en fila en el antiguo living meta trabajar. Y un día, el cochazo negro levantando polvareda en la puerta… Era ella. Ella que venía a ver esos proyectos de mujeres detrás de las máquinas de coser.

¿Hacer una historia? Y para qué si todos la conocen. Se vieron, se frecuentaron. El le dio aire, le vio las alas de gorrión atrevido. ¿Se habrá dado cuenta de todo, pudo haberlo presentido? En esa actriz, la verdad que no. Pero el tipo redobló la apuesta. El departamentito, el medio secreto a la vista de todos. De todos los milicos que tenían amantes, no novias. De tanto cacatúa con uniforme que comulgaba y se iba de putas. Pero claro, la única puta del país tenía que ser esta. Esta.

Hay un relato sobre el rencor. Que era por eso, el odio. Ladraba desde el micrófono. Ladraba. Y la tercera palabra: fanática. La mancha de lo ilegítimo, las veleidades de actriz (y cuantas cosas más que se dicen bajando la voz y frunciendo la boca). Es que se estaba por hacer mierda el fantástico país de la Generación del 80, ese en el que se decía lo que había que decir, con las manos juntitas, la boca cerradita y el pelito planchado. El país donde las mujeres honestas eran nenas para siempre y un buen día se convertían en viejas de mierda. Bajo la atenta mirada de los hombres.

Yo no se si ella vino a sacarles la lengua, si todo era a propósito. Algunas cosas si, y dios mío que locura extraordinaria. Nací en un país en el que ella no existía. Donde estaba prohibido que existiera. El "tirano prófugo" de alguna manera tenía existencia, gravitaba sobre todo, aún cuando no se lo nombraba ni por los eufemismos. ¿Pero ella qué era? Un recuerdo guardado entre los creyentes, una velita que se prende en un altar escondido, un beso al aire antes de acostarse. ¿Qué era? Sólo una máscara robada, un cadáver desaparecido. Y basta. Yo nací en el país que decía rabiosamente ¡basta! (y lo lamentaría).

¿Cómo sería viajar a Europa? Los días en el barco, esa emoción de ser recibida, de tener que ser aceptada por la vieja Europa. Uno hace una seguidilla de fotos y va viendo paso a paso los boatos de la monarquía franquista, los boatos impasibles del Vaticano. Vestidos increíbles como en esas películas de Sisí Emperatriz, espectacular y deslumbrante, justo, justo como debe ser. Y seguramente el lenguaje de siempre, el ácido, chongo, de calle, en el hotel con esa amiga con la que se puede, en esas altas horas en que todos los días finalmente terminan.

La foto del tren, alargando manos entre la gente. El tour por las provincias y el desborde imperceptible. Sin vuelta atrás. En el desdoble -del que ella misma habla- va a quedar sólo una. Es un milagro político, o simplemente un milagro. Y de allí son solamente cinco años de actividad política. No es una carrera. Es un degolpe.

Yo estaba ahí, pero mucho después. Casi en los mismo lugares, que se habían transformado en otros lugares. Primero me topé con el Viejo y reparé en el uniforme de fotos pintadas. Caramba un milico, se sabe que a mi generación todos los uniformes (de lo que sea) nos van mal. Pero bueno, un liderazgo. Y todos lo empiezan a decir, los pibes más grandes van y vienen, las revistas, los libros. Y Latinoamérica, aunque vale aclarar que el furor por la revolución cubana pasó antes. Yo hablo de cuando se separaron los Beatles y el rock nacional nos empezó a mover el piso, de esa época.

Uno venía con el corazón a la izquierda, mezclado con la religiosidad popular y todo eso con lo que nos parapetamos para que la certeza implacable de los paradigmas no nos hiele el alma. Pero la “ciencia” entró igual, rompió los vidrios y salpicó un poco de marxismo en las zapatillas y el vaquero. Uno se cargó algún libro en el morral, hizo una ensalada con todo eso y la realidad que de prepo se autoimpuso. Laburo de villa, esas cosas de quién llega medio con la lengua afuera corriendo para subirse al pueblo. Y se tira dando el salto porque ese es un tren que va al paso, como esperando y dando chance (hay que ser muy boludo para no darse cuenta, sobre todo si uno no le tocó estar adentro desde el vamos).

La revolución era tan grande que todos cabíamos y hasta era posible tomar caminos diferentes. Al final era como andar dando vueltas por el patio. Pero había animales ahí afuera, ojos que perforaban la luz de la tarde y espiaban escondidos en los árboles. Había monstruos entre nosotros, y seguramente algún lobo mordía a alguno que andaba en ese patio y esperaba a la próxima luna llena. Hubo derroche y se tiró manteca al techo, la juventud tiró valor por todos lados.

La tenía en las fotos con el cabello suelto, esas de San Vicente en que aparece feliz (así la tengo ahora también en un cuadro), pero no la buscaba.

Como dije: yo no la vi. Entonces me puse a buscarla. Pero fue cuando me abandonó todo. El marxismo se me hizo un agua podrida entre los pies, no por esa ideología que respeto (que tomo y me toma, pero ya no de cuerpo entero ni mucho menos), sino que se me fue la izquierda al costado, tan cerca de las ideas que estaba y tan al desamparo. Ocurrió apenas después de que los santos se me huyeron una noche y me dejaron con los rezos hechos solo de palabras sin ton ni son. La fe perdida dos veces en una vida me parece como mucho, las dos catedrales –la de incienso y la roja- haciendo de ruinas en mi paisaje. En fin, y ahí me la encontré.

Tenía el gesto de mi otra abuela recalentando la plancha, revolviendo almidón y haciendo prolija la pila que mi viejo –un pibe en bici- iba  a entregar en los caserones de Coghlan. Andaba alcanzándole los lentes que la tía Ema usaba a caballito de la ñata y por arriba de las orejas, cosequetecose, y la hora que vuela como el matrimonio y los hijos que la modista de barrio tuvo, mi tía vieja de batón hecho por ella y mis pijamas, hechos por ella. Era también el Chinito, ese tío abuelo tarambana que se levantaba al alba para ser el carnicero de la feria, con el gorrito blanco y el delantal impecable, sonriendo intencionado a las doñas. Ese que hacía flotar los boletos del tren en una palangana para desfigurarles la fecha.

Ella estaba en mi tía Adela, en Sofía, las de Ezpeleta que trabajaron en La Estrella, y esa casa vieja de enrejados de madera pintados de verde con las bochas de vidrio (deshechos de la fábrica) en la entrada. Latía seguro con Ernesto, el tío que manejaba las palancas de los cambios de la estación del tren y que se perdió un día por no callarse la boca en una paliza de policía brava. Esta parentela de trabajadores con pocas palabras y mucho gesto, mucha mirada, que me decían “Grabiel”. Y se reían cuando metía el pie en la zanja. Yo no se si alguno de ellos era peronista, se que tenían orgullo por las marcas del laburo en las manos.

Ella me fue entrando qué se yo cuándo ni cómo, se me hizo nudo en el estómago, me dio fiebre y también me curó. Ahora se que me seguía al costado de la ruta 3, o en Mármol, en Calzada con la parva de encuestas en la mano. Me tiraba encima el conurbano peruca para que yo sacara mis propias conclusiones. Sin mostrarse nunca, sin soplarme las respuestas. Y no las encontré, lo que me andaban sobrando eran las preguntas.

Hace años que había entendido, pero con eso nunca es suficiente. Algo me estaba pasando. No la ví y comencé a extrañarla. Ella se las había arreglado para meterme en las fotos de cualquier manera. Me salpicaban los pibes entrando en malón al mar nunca visto en Chapadmalal, la gritería de triunfo de tantos parientes sin mar. En el pecho se me abrió paso una gratitud que no era mía, me la estaban contando otros. Yo no los conocí, pero subo y bajo seguido las escaleras que ellos pisaron esperando verla, cuando la Legislatura era el Palacio en que la Señora los atendía. Y todos los días alguno me habla sin que lo note, me enseñan como sólo el pueblo enseña, a mi que no soy un buen alumno.

Es raro todo esto. La madurez viene a ser como empezar de nuevo, pero bien. Y esto lo digo porque es “por opción”, tuvo que ser pensado pero para ser de verdad, tuvo que ser sentido. Y si, uno volvió al viejo General, que se convirtió en el personaje preferido de “cursos”, charlas, mates, y uno ahí presentándolo, explicándolo, contándolo. Es raro como el hereje termina siendo un predicador. Pero es así.

No la vi, y ella estuvo siempre.

miércoles, 25 de julio de 2012

El Angel

Acabamos por aceptar que nos íbamos a encontrar una y otra vez, y que nunca nos dirigiríamos la palabra, a menos que una circunstancia excepcional lo hiciera absolutamente necesario. No pensé que la ocasión pudiera darse, pero aquí estoy.

Lo veo como tantas tardes, buscando casi sin decidirse un ángulo que lo mimetice entre un vértice de la cama y el rayo de sol que entra por la ventana apagando el resto de la habitación. Es como un trabajo. Silencioso, paciente, ¿necesario?... Sus ojos acerados y casi azules esquivan los míos, mi demasiada curiosidad en la puerta apenas entreabierta.

Hoy tengo esa urgencia. La sola cercanía me aleja un rato de la congoja, por una esperanza que no debería tener, por la osadía de acudir a él habiéndolo evitado tantas veces. La nuestra es una relación de distancias o de escondidas. Sabe perfectamente que una noche entre tantas noches podría vencer el pacto explícito y dar los pasos que la comprensión siempre me ha negado. Cómo no hacer lo que, de todas maneras, es inevitable. Tal vez un error. Hay ocasiones en que un error es la única súplica que una persona puede balbucear.

Repaso en un minuto la lista de los encuentros en silencio de los últimos meses… Al principio lo tomé como una visita, pero la reiteración me puso sobre aviso. Tampoco era personal del hospital, aunque bien podría pasar por uno de los tantos médicos que deambulan por aquí. O no, es un fulano extraño que, sin embargo, tiene el don de pasar desapercibido como una sombra de alguien que no está. Si tuviera que describirlo, por ejemplo para contarle a un investigador, dar parte a un policía, recordar con el propósito de reconocerlo para la próxima vez, no sé. Sin embargo, ha llegado a serme inconfundible. Sospecho que los habitué de este lugar no lo registran, que nadie lo percibe, sólo lo ven pasar, entrar o salir de las habitaciones. Nadie parece calcular los momentos, sacar las conclusiones que están a la vista. Y los parientes generalmente están demasiado extraviados en otras cuestiones como para notarlo. Después de todo, cada uno lo tiene cerca unas pocas veces y después de lo que viene a hacer, nunca más.

Pasa largamente los cuarenta creo, aunque su rostro no muestra las marcas que debería. Delgado y alto anda en suspenso, no recuerdo sus pasos por los pasillos. Me impresionan sus manos, algo pálidas pero firmes. Tiene un aspecto reconcentrado y manso, pero siempre dudé de la bondad que debería tener. Esos ojos se revuelven en ocasiones, atacan con ferocidad aprendidamente domada. Intacta. Deberían temerle, aún antes de tomar conciencia de la tarea. La violencia no le pertenece y, sin embargo, sería perfectamente capaz de ejercerla. Es una decisión no hacerlo, lo presiento. Casi creo conocerlo, adivinarlo. Puedo sentir su presencia, hace que me de vuelta sólo para notar si lo estoy buscando. Es posible que al percibir mi obstinada persecución, quiera tenerme a la vista. Es que, aunque parezca imposible, puedo ser el único que lo sabe.

Estudié su modus operandi, que es muy simple. Llega una tarde o una noche y se fija cuidadosamente el nombre del paciente para cerciorarse. Se para ante la puerta del cuarto como alguien que se ha perdido. Queda un momento ausente, hasta parece que dudara antes de entrar. Nadie le pregunta nunca quién es, si es un familiar, un amigo; nadie le hace notar que ha terminado el horario de visitas si ese es el caso. Se que es imposible, pero nadie lo ve realmente. Distracciones en el momento menos oportuno, que es como ocurren. Se queda a un costado, escucha con atención a los médicos explicando el estado terminal al cercano que escucha sin poder creer que su enfermo no va a salir de esa habitación. Esos son los casos que atiende y la reiteración, que llamó mi atención, me llevó a descubrir la imperturbable misión. El se los lleva. Ejecuta un permiso dado secretamente, cumple un designio del que no es parte. Nada lo delata: gestos, miradas, un mínimo sudor, un parpadeo de más.

Son dos o tres visitas, a veces más. En cada una cambia de posición, si se toma como referencia la cama y el enfermo. Si se ubica a los pies, la mirada ausente, las manos aferradas imperceptiblemente a los hierros de la cama, es la última vez. En unos momentos, el paciente simplemente partirá. Y él ha venido como la compañía que nos atemoriza o nos incomoda. Alguna vez lo vi acercarse y tomar levemente la mano del desahuciado. Su rostro cambió y pude notar claramente sufrimiento en sus párpados. El enfermo no quería. Con algo de espanto, fui testigo de cómo lo convencía. Protector, comprensivo, reconfortante, fatal. Pero fue sólo una vez, ya que casi siempre están inconcientes. La morfina, los sedantes y demás hacen su tarea, ahorrando lo peor de la suya. Cuando ocurre el deceso, afloja sus dedos del pie de hierro, se aleja un paso y observa desapasionadamente el espectáculo más común y desconcertante de la muerte. Suspira un par de veces, mira distraídamente por la ventana y vuelve a la ausencia de las sombras. Se queda unos momentos hasta que entra alguien o, hasta que los que asisten al momento abandonan también la vida que no pudieron salvar. En la mayor de las desesperanzas, es el único que sabe qué es lo que ocurre en profundidad.

Es eso lo que me desconcierta de su actitud: no tiene capacidad de asombro. Parece haberlo visto todo. En otras oportunidades sale de la habitación, vaga unos momentos sin alejarse demasiado y sus labios se mueven imperceptiblemente. ¿Reza?, ¿se comunica con alguien, informa? No lo se.

En los últimos días me ha estado evitando, ya que me dejó muchas veces espiar sus actividades. No le preocupo demasiado, me tiene como dije de alguna manera vigilado. No es correcto, soy yo el que vigila, él sólo me mantiene en un círculo próximo, cercado. Es lógico pensar que, dada la naturaleza del trabajo, no se acostumbra compartir impresiones con mortales, ni debe ser deseable que nosotros hagamos conjeturas y menos aún que las compartamos. Llegué a preocuparme por mi suerte, pero en este momento es lo de menos. Si pudiera servir para algo lo que voy a intentar.

Vamos a mi caso, a lo que me hizo compartir con él un mismo espacio. No fue casual, veo. Soy un tipo común, que a veces sueña que nació en otra época y que olvidó cuestiones fundamentales. A veces tengo la sensación de no haber nacido, pero tiene que ver con temores propios de la situación. Nunca me interesaron demasiadas cosas ni me conmueve lo que a todos. Hasta hace unos pocos años, en que todo podía suceder.

Hasta que la vi una tarde bajar del auto y entrar por una puerta lateral al palacio de Perú al 100. Me confundí entre el gentío que esperaba bajo el solazo de marzo; imposible acercarse, imposible hablar con alguien. La cola era inmensa. El desfile del abandono humillado, la desolación de los que no tenían aliento para respirar. Contemplé los rostros durante minutos, uno a uno hasta donde me dio la vista, y al rato estaba casi llorando porque todo era imposible. Las muletas, las miradas bajadas por la maldición del resto, ojos secos junto a manos deshechas de tanto taparse, los viejos de saco gris gastado, las viejas que eran jóvenes en algún lado invisible. Unas chicas los iban ordenando en fila porque todos iban a entrar si no ese día, pronto.

Son las ocho de la noche. El se queda en el marco de una puerta presintiendo que estoy más cerca que los últimos días. Sabe. Se da vuelta y me ve, no puede evitarme como siempre. Camina en mi dirección, sus pupilas me buscan y siento un frío interior viajando por la espalda. Ahora se detiene, duda. Mira en otra dirección, ¿deberé ir a su encuentro, es eso lo que espera? ¿Qué es lo que está permitido hacer y que no? Se que se han cancelado los permisos de visita hoy; algo vuela en el aire y petrifica las cosas. Debo apurarme. Alguien puede reparar en que no debería estar aquí y echarme. Lo mismo vale para él, pero se que no es así. Los médicos y las enfermeras caminan apurados, comentan cosas que no entiendo. Pasan a mi lado sin reparar en nada. Soy invisible para todos, menos para él. 

Esa tarde fue tan larga que cuando llegó la noche parecía otro día. Nadie se movió, la cola avanzaba lentamente. No entré, sólo me quedé por curiosidad. Volví varias veces a conversar con los que esperaban. Sus relatos son parte de un evangelio que aún no se escribe y deben quedar en secreto porque el dolor más profundo es una intimidad que corre el peligro de ser violada. Sentí pudor de entrar en tantos mundos desgraciados, sólo para escuchar. Algunos venían de un país lejano que los transeúntes que cruzan a diario la Plaza no conocen, al que no irían de vacaciones ni les gustaría oír en una reunión familiar. Historias de la dejadez y sus ruinas que escuché mientras la gente salía por otra puerta enorme. Algunos secaban las lágrimas, otros sonreían con pocos dientes, alguno tomaba aliento apoyándose en un árbol de Diagonal Sur. Salían otros, diferentes a los que habían entrado. ¿Quién hacía los milagros en ese edificio tan ajeno?

Me quedaba hasta que salía, muy tarde. Quería verla de cerca y nunca pude. Era rubia, muy rubia. Podría contar muchas cosas, pero los pueblos tienen historias que son personales. Lo importante pasa desapercibido casi siempre y ocurre en un rosario de minutos, de horas, de días, tan lejos de lo que algunos piensan que merece recordarse.

Ahora son las ocho y once; él va a entrar a esa habitación. Debo detenerlo, no debe pasar la puerta. Apuro el paso. Trato de vencer un miedo antiguo que me tira para un costado. Es importante que llegue. Estoy a sus espaldas y puedo notar sus ojos mirándome (y seguramente los tiene cerrados). ¿Cómo va a deshacerse de mi, que se de su trabajo? Le toco el abrigo y se vuelve. Estamos cara a cara. Cierra los párpados levemente, es por las buenas pero no voy a irme. Lo miro y pienso que no debe entrar. Me escucha.

No voy a entrar, no soy yo esta vez.
Entonces, no es el día.
Es el día.
Hay que hacer algo, no se puede ir. Vi lo que hace, ustedes tienen que saber lo que ella hace.
Me mira en silencio. Yo también estuve en las colas, siempre detrás tuyo. No entiendo qué ibas a pedirle.
Nada, sólo estaba viendo.
Entonces, ¿sabías todo el tiempo por qué estoy acá cerca de su cuarto? Están varios de ustedes, todos los que pueden verme y todos por lo mismo. Creyentes sin propósito que se van descubriendo, los que no pudieron creer como los que hacen las colas. Tenían que ver, siempre tienen que ver. ¿Qué va a pasar ahora?
Esta vez el silencio me parte en dos. Se va hoy, ahora.
No puede ser, ¿qué vamos a hacer si se va?
Van a estar sin ella.
¿Quién viene a buscarla entonces?
Soy sólo una guardia que espera, no me está permitido entrar. A ella se la lleva Dios.

Me deja, se aleja y quedo mirando como se va por el pasillo. Me siento en un banco sin saber qué es lo que debe sentirse, sin ánimo para nada. Levanto la vista, son las ocho y veinticuatro. En un minuto me quedo dormido y sueño, tal vez el mejor sueño. Estamos bajando de un micro en fila y uno de los pibes grita: ¡el mar! Bajamos mirando nuestros sacos nuevos, los pantalones cortos planchados, los zapatos lustrados que va ensuciando la arena. Corremos y nos retan pero no importa. A la noche cenamos en un comedor inmenso. Hay carne al horno con papas y podemos repetir. Hay servilletas y unos cubiertos pesados que brillan. Uno mira las cortinas de flores y los manteles como si estuviera contemplando la Gioconda. Deletreo con dificultad el nombre que está escrito en un cartel de bienvenida Cha-pad-ma-lal. En eso se arma un alboroto. Los que sirven aplauden cuando entra una señora delgada rubia, muy rubia. Con un gesto los detiene. Pasa por las mesas y conversa con los chicos. Pasa a mi lado, le hace una caricia a mi compañero de al lado. La veo, al fin la veo.

Fue un cerrar de ojos, de sueño por tantas noches en vela. Miro el reloj de nuevo, las ocho y media. Está oscuro y no se escucha nada. No veo las puertas, los sillones, no hay médicos ni monjas, no hay nadie. Hay si un abandono enorme en la penumbra. El está sentado en el mismo banco, a centímetros mío. No me atrevo a hablarle, apenas trato de mirarlo de costado. Está ausente, sin mirada.

De pronto se lleva una mano a los ojos y se pone a llorar en silencio.

miércoles, 18 de julio de 2012

TU PLATA NO VALE

“La Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC) rechazó dinero proveniente de Minera La Alumbrera (el mayor yacimiento metalífero de Argentina) y, con un duro documento votado por el Consejo Superior, se sumó a otras cuatro universidades nacionales que ya explicitaron su negativa a recibir fondos de la megaminería. ‘Estos modelos extractivos se sustentan en la lógica desplegada por el capitalismo tardío, que a través de capitales transnacionales impulsan la megaminería y el agronegocio extractivista que afectan derechos fundamentales de las poblaciones’, afirma en sus fundamentos la UNRC.”

“(…) Yacimientos Mineros de Agua de Dionisio (YMAD) es una empresa compuesta con la Universidad Nacional de Tucumán, el Estado catamarqueño y el Estado nacional. Tiene bajo su concesión el yacimiento Bajo La Alumbrera, explotado desde hace quince años por el consorcio suizo-canadiense Xstrata (50%), Goldcorp (37,5) y Yamana Gold (12,5), que extrae oro y cobre.
Por la ley nacional 14.771, sancionada en 1958 durante la presidencia de Arturo Frondizi, se obliga a YMAD a distribuir utilidades entre las universidades nacionales. Durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, y luego durante la última dictadura militar, se modificó un artículo  clave (n° 5) de la ley 14,771 y se habilitó el ingreso de capital privado y transnacional a YMAD. Ese fue el germen para que, en la actualidad, tres empresas extranjeras se queden con el 80% de las utilidades obtenidas de un recurso no renovable.
En 2009 comenzó a implementarse la distribución entre universidades y ocasionó un debate con dos aristas principales: la universidad pública financiada por el sector privado y, segundo punto, que ese dinero además provenga de una actividad cuestionada por sus aspectos ambientales, sociales y sanitarios.”

“(…) Desde 2008 ya son más de veinte las facultades de diversas casas de estudio de todo el país que rechazaron dinero proveniente de La Alumbrera. Y, con la UNRC, ya son cinco las universidades públicas que rechazaron los fondos: Luján, General Sarmiento, Mar del Plata y la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Esta última fue la que con mayor dureza cuestionó la megaminería: ‘Se ha verificado empíricamente, y lo sostiene la amplia mayoría de los informes recogidos por este Consejo Superior, que la actividad minera que se desarrolla a cielo abierto e implica la utilización de procedimientos químicos para la extracción de metales, daña severamente el ambiente y en consecuencia a los seres humanos y sus comunidades”.
La UNRC hace propios en su resolución argumentos de su vecina UNC: ‘Las actividades productivas de Minera La Alumbrera tienen impactos socio-ambientales de corto, mediano y largo plazo’. Destaca el alto consumo de agua (cien millones de litros por día, casi el doble del consumo de toda Catamarca), la afectación de ríos, contaminación por drenajes ácidos y la ‘grave e irreversible destrucción de ecosistemas’.”

Y todavía algo más, la UNRC: “…solicita al Estado la nacionalización de los recursos naturales y también le pide la revisión de la normativa que posibilita la megaminería transnacional. En particular, solicita la derogación de los leyes de la dictadura militar y de la década neoliberal de los ’90 que promueven la actividad de las transnacionales en desmedro del bien público y del debilitamiento del propio Estado nacional.”

Cortito y para terminar, dos cuestiones apenas esbozadas…
¿Cómo concebir un “proyecto nacional” sin abordar profunda y seriamente el tema de la explotación minera y sus consecuencias? En este sentido, las Universidades están diciendo algo y en voz alta (y hay que tener bolas para andar rechazando guita).

Y la otra: contraponer sólo la generación/manutención de empleos es argumentalmente pobre ante la magnitud del tema. Y además, es hora que todos los compañeros preocupados por la salud, vigencia y futuro del Proyecto Nacional  (ese proyecto que resucitó con Néstor), nos empecemos a interesar por temas como éste (aunque uno no sea un especialista, siempre se puede aprender y saber un poco). Como para también dar en este terreno la batalla cultural al colonialismo gorila que, muchas veces, viene disfrazado también de econewage.

* Las citas corresponden al artículo “Rechazo a los fondos mineros” de Darío Aranda, publicado en Página 12 del 12/07/2012 (pág. 18).