La caída del muro de Berlín
comenzó en Polonia. La Iglesia Católica fue la que acabó con el “socialismo
real”, la última gran victoria política que no pudo aprovechar. Fue el
neoliberalismo el que se alzó con los laureles, los Estados Unidos se convirtieron
en la potencia gendarme del planeta y, por un tiempo, el mundo fue unipolar.
No
era la primera vez. Cuando el imperio romano de occidente se caía a pedazos –y ocurrió
durante casi dos siglos- la Iglesia se institucionalizaba e iba tomando todos
los atributos imperiales, hasta la vestimenta del Papa era una réplica de la
del Emperador. Los “bárbaros” se quedaron con Europa. Son ironías del
desagradecimiento pero, como consuelo, consta que los reyezuelos germanos
habían abrazado el “cristianismo” aún sin comprenderlo (y a quién le importaba,
era lo políticamente correcto).
Karol Wojtila (Juan Pablo II) fue
el Papa del fin de la Guerra Fría, pero mucho más que eso. Rodeado de su “curia
polaca” (al fin y al cabo, los vencedores) reencauzó una Iglesia confundida por
las incertidumbres del Concilio Vaticano II. La Fe volvió a ser una y miró
piadosamente hacia Dios, o más precisamente hacia María (aquella virgen de
Czestochowa) y el oleaje temido cesó.
La “iglesia tercermundista” se llamó a
silencio (otra derrotada), como lo hicieron todas y cada una de las fantásticas
locuras con la que, de siglo en siglo, se sacude la gran nave de la Iglesia con
reminiscencias de aquellos “convocados” (eklessía) que se identificaban con el
pez, antes que la cruz. Una iglesia confederada, sin supremacías, tras los
pasos del Carpintero de Nazaret. Algo dijeron Lutero y Calvino al respecto (y
otros más osados, silenciados por estos también). La Iglesia sobrevivió, el
socialismo no, la autoridad de Pedro se reequilibró. Y entonces se dio paso al
poder secular, como siempre. El negocio de la Iglesia, después de todo, no es
de esta tierra (los cuerpos son fáciles de obtener, somos buscadores de almas).
Valores de familia, devoción a Dios y la Virgen, profunda religiosidad
intramuros de la conciencia, respeto a la jerarquía. Una revolución
conservadora, pero revolución triunfante al fin. Solidaridad sin política, amor
sin revancha (ni justicia), reconocimiento de la Unica Verdad en un mundo que
tendía inexorablemente a la diversidad (pero qué importa eso cuando sobra la
fe). Revalorización de la oración. Con Juan Pablo II comenzó la última Cruzada
conocida, ya nada sería igual y por supuesto, nada del pasado inmediato debía
dejar con esperanzas alternativas a los creyentes. Fue un largo pontificado,
vital y profundo. Pero no es de eso que quiero hablar, fue sólo la
introducción.
La Iglesia se prepara para un nuevo cónclave para elegir otro Papa tras
la renuncia de Joseph Ratzinger (en la monarquía pontificia, Benedicto XVI). Su
insólito papado de ocho años (todos pensaban que moriría al poco tiempo, dada
su avanzada edad) se complementa perfectamente con su antecesor. Fue secretario
y hombre de consulta de Wojtila; un teólogo de gran formación y reconocido; un
hombre “del aparato”.
Comenzó con mala prensa, eso de la juventud hitleriana y su perfil
ultraconservador (su notable parecido al malvado emperador de Star Wars). Sin embargo,
ni tanto (ni tan poco). La enorme magnificencia de aquella Iglesia triunfante
se quedó con los restos mortales de un cansado y enfermo Juan Pablo II (después
de todo los grandes batalladores también envejecen). Ratzinger no heredó el
carisma ni la estabilidad de aquellos tiempos dorados. Tuvo que dirigir una
Iglesia sacudida esta vez por problemas largamente silenciados: curas
pedófilos, corrupción administrativa, camarillas “políticas”, non sanctos
manejos financieros en la banca vaticana. El mundo que se iba volviendo
multipolar.
Benedicto optó por la función pastoral (lo que no es criticable) dentro
de la concepción más anquilosada del cristianismo (un auténtico y convencido
continuador). Al parecer, dicen los especialistas, la nave de la Iglesia quedó
un poco a la deriva. Y la renuncia. Por otra parte, las motivaciones
relacionadas con la edad y la falta de fuerzas no son desdeñables.
Aclaro, por las dudas, que no estoy hablando de fe ni de convicciones
religiosas. Tengo respeto para quien las profesa, siempre y cuando respeten lo
que pienso y siento (y si no, tendremos una guerra santa, que yo ya no me como
más ninguna). Abandoné la Iglesia hace mucho tiempo, me sigo considerando
creyente, anti Institucionalmente creyente. El Papa me parece más el sucesor de
Rómulo Augústulo (busquen en wikipedia si quieren) que de Pedro. Y dicho esto,
voy terminando.
Los cuestionamientos de hoy no pueden ser tan pobres: no alcanza con eso
del “oro del Vaticano”, la magnificencia dorada a la hoja de muchos templos
(generalmente los más antiguos y tradicionales). Veamos los avances del “mundo”
(que no es precisamente ateo, sino el lugar en el que estamos la mayoría):
derechos humanos, diversidad de géneros, pluralidad de la concepción de “familia”,
propiedad, economías, culturas. Eso existe y va figurando en las legislaciones,
necesidades que se van convirtiendo en derechos. No es poco. En lo concreto la “revolución
conservadora” está a la defensiva, el problema es lo que pasa en la cabeza de
la gente. Queda el temor del amo, ese colonialismo cultural que nos formó y nos
va diciendo que no es posible o que es malo ser libres, o peor, que es
peligroso.
La Iglesia sabe dar buenos espectáculos. El nuevo cónclave también lo
será y elegirán nuevo Papa justo para celebrar la Pascua e ingresar a una nueva
reinvención (nada nuevo, lo viene haciendo hace más de dos mil años). La
Institución seguirá intentando dictar urbi et orbi las pautas que todos
deberíamos llevar en nuestra conducta exterior e interior, seguirá entrometiéndose
en los valores y las vidas como si les perteneciéramos. No hay que quejarse por
eso, ponerse mal, llenarse de ira, caer en la bajeza del insulto. No está bien.
La Iglesia pertenece a un mundo cada vez más chico, es lógico que se reafirme
en sus verdades y que muchos de sus fanáticos se vuelvan cada vez más
intolerantes. El miedo al mundo es así.
En lo personal, sigo pensando que la copa del Carpintero debió ser simplemente
de madera (como dedujo el Dr Indiana Jones, insigne arqueólogo).
guido levy:
ResponderEliminarme enacnta
que bueno que alguien piense algunas cosas
abrazo