Acabamos por aceptar que nos íbamos a encontrar una y otra vez, y que nunca nos dirigiríamos la palabra, a menos que una circunstancia excepcional lo hiciera absolutamente necesario. No pensé que la ocasión pudiera darse, pero aquí estoy.
Lo veo como tantas tardes, buscando casi sin decidirse un ángulo que lo mimetice entre un vértice de la cama y el rayo de sol que entra por la ventana apagando el resto de la habitación. Es como un trabajo. Silencioso, paciente, ¿necesario?... Sus ojos acerados y casi azules esquivan los míos, mi demasiada curiosidad en la puerta apenas entreabierta.
Hoy tengo esa urgencia. La sola cercanía me aleja un rato de la congoja, por una esperanza que no debería tener, por la osadía de acudir a él habiéndolo evitado tantas veces. La nuestra es una relación de distancias o de escondidas. Sabe perfectamente que una noche entre tantas noches podría vencer el pacto explícito y dar los pasos que la comprensión siempre me ha negado. Cómo no hacer lo que, de todas maneras, es inevitable. Tal vez un error. Hay ocasiones en que un error es la única súplica que una persona puede balbucear.
Repaso en un minuto la lista de los encuentros en silencio de los últimos meses… Al principio lo tomé como una visita, pero la reiteración me puso sobre aviso. Tampoco era personal del hospital, aunque bien podría pasar por uno de los tantos médicos que deambulan por aquí. O no, es un fulano extraño que, sin embargo, tiene el don de pasar desapercibido como una sombra de alguien que no está. Si tuviera que describirlo, por ejemplo para contarle a un investigador, dar parte a un policía, recordar con el propósito de reconocerlo para la próxima vez, no sé. Sin embargo, ha llegado a serme inconfundible. Sospecho que los habitué de este lugar no lo registran, que nadie lo percibe, sólo lo ven pasar, entrar o salir de las habitaciones. Nadie parece calcular los momentos, sacar las conclusiones que están a la vista. Y los parientes generalmente están demasiado extraviados en otras cuestiones como para notarlo. Después de todo, cada uno lo tiene cerca unas pocas veces y después de lo que viene a hacer, nunca más.
Pasa largamente los cuarenta creo, aunque su rostro no muestra las marcas que debería. Delgado y alto anda en suspenso, no recuerdo sus pasos por los pasillos. Me impresionan sus manos, algo pálidas pero firmes. Tiene un aspecto reconcentrado y manso, pero siempre dudé de la bondad que debería tener. Esos ojos se revuelven en ocasiones, atacan con ferocidad aprendidamente domada. Intacta. Deberían temerle, aún antes de tomar conciencia de la tarea. La violencia no le pertenece y, sin embargo, sería perfectamente capaz de ejercerla. Es una decisión no hacerlo, lo presiento. Casi creo conocerlo, adivinarlo. Puedo sentir su presencia, hace que me de vuelta sólo para notar si lo estoy buscando. Es posible que al percibir mi obstinada persecución, quiera tenerme a la vista. Es que, aunque parezca imposible, puedo ser el único que lo sabe.
Estudié su modus operandi, que es muy simple. Llega una tarde o una noche y se fija cuidadosamente el nombre del paciente para cerciorarse. Se para ante la puerta del cuarto como alguien que se ha perdido. Queda un momento ausente, hasta parece que dudara antes de entrar. Nadie le pregunta nunca quién es, si es un familiar, un amigo; nadie le hace notar que ha terminado el horario de visitas si ese es el caso. Se que es imposible, pero nadie lo ve realmente. Distracciones en el momento menos oportuno, que es como ocurren. Se queda a un costado, escucha con atención a los médicos explicando el estado terminal al cercano que escucha sin poder creer que su enfermo no va a salir de esa habitación. Esos son los casos que atiende y la reiteración, que llamó mi atención, me llevó a descubrir la imperturbable misión. El se los lleva. Ejecuta un permiso dado secretamente, cumple un designio del que no es parte. Nada lo delata: gestos, miradas, un mínimo sudor, un parpadeo de más.
Son dos o tres visitas, a veces más. En cada una cambia de posición, si se toma como referencia la cama y el enfermo. Si se ubica a los pies, la mirada ausente, las manos aferradas imperceptiblemente a los hierros de la cama, es la última vez. En unos momentos, el paciente simplemente partirá. Y él ha venido como la compañía que nos atemoriza o nos incomoda. Alguna vez lo vi acercarse y tomar levemente la mano del desahuciado. Su rostro cambió y pude notar claramente sufrimiento en sus párpados. El enfermo no quería. Con algo de espanto, fui testigo de cómo lo convencía. Protector, comprensivo, reconfortante, fatal. Pero fue sólo una vez, ya que casi siempre están inconcientes. La morfina, los sedantes y demás hacen su tarea, ahorrando lo peor de la suya. Cuando ocurre el deceso, afloja sus dedos del pie de hierro, se aleja un paso y observa desapasionadamente el espectáculo más común y desconcertante de la muerte. Suspira un par de veces, mira distraídamente por la ventana y vuelve a la ausencia de las sombras. Se queda unos momentos hasta que entra alguien o, hasta que los que asisten al momento abandonan también la vida que no pudieron salvar. En la mayor de las desesperanzas, es el único que sabe qué es lo que ocurre en profundidad.
Es eso lo que me desconcierta de su actitud: no tiene capacidad de asombro. Parece haberlo visto todo. En otras oportunidades sale de la habitación, vaga unos momentos sin alejarse demasiado y sus labios se mueven imperceptiblemente. ¿Reza?, ¿se comunica con alguien, informa? No lo se.
En los últimos días me ha estado evitando, ya que me dejó muchas veces espiar sus actividades. No le preocupo demasiado, me tiene como dije de alguna manera vigilado. No es correcto, soy yo el que vigila, él sólo me mantiene en un círculo próximo, cercado. Es lógico pensar que, dada la naturaleza del trabajo, no se acostumbra compartir impresiones con mortales, ni debe ser deseable que nosotros hagamos conjeturas y menos aún que las compartamos. Llegué a preocuparme por mi suerte, pero en este momento es lo de menos. Si pudiera servir para algo lo que voy a intentar.
Vamos a mi caso, a lo que me hizo compartir con él un mismo espacio. No fue casual, veo. Soy un tipo común, que a veces sueña que nació en otra época y que olvidó cuestiones fundamentales. A veces tengo la sensación de no haber nacido, pero tiene que ver con temores propios de la situación. Nunca me interesaron demasiadas cosas ni me conmueve lo que a todos. Hasta hace unos pocos años, en que todo podía suceder.
Hasta que la vi una tarde bajar del auto y entrar por una puerta lateral al palacio de Perú al 100. Me confundí entre el gentío que esperaba bajo el solazo de marzo; imposible acercarse, imposible hablar con alguien. La cola era inmensa. El desfile del abandono humillado, la desolación de los que no tenían aliento para respirar. Contemplé los rostros durante minutos, uno a uno hasta donde me dio la vista, y al rato estaba casi llorando porque todo era imposible. Las muletas, las miradas bajadas por la maldición del resto, ojos secos junto a manos deshechas de tanto taparse, los viejos de saco gris gastado, las viejas que eran jóvenes en algún lado invisible. Unas chicas los iban ordenando en fila porque todos iban a entrar si no ese día, pronto.
Son las ocho de la noche. El se queda en el marco de una puerta presintiendo que estoy más cerca que los últimos días. Sabe. Se da vuelta y me ve, no puede evitarme como siempre. Camina en mi dirección, sus pupilas me buscan y siento un frío interior viajando por la espalda. Ahora se detiene, duda. Mira en otra dirección, ¿deberé ir a su encuentro, es eso lo que espera? ¿Qué es lo que está permitido hacer y que no? Se que se han cancelado los permisos de visita hoy; algo vuela en el aire y petrifica las cosas. Debo apurarme. Alguien puede reparar en que no debería estar aquí y echarme. Lo mismo vale para él, pero se que no es así. Los médicos y las enfermeras caminan apurados, comentan cosas que no entiendo. Pasan a mi lado sin reparar en nada. Soy invisible para todos, menos para él.
Esa tarde fue tan larga que cuando llegó la noche parecía otro día. Nadie se movió, la cola avanzaba lentamente. No entré, sólo me quedé por curiosidad. Volví varias veces a conversar con los que esperaban. Sus relatos son parte de un evangelio que aún no se escribe y deben quedar en secreto porque el dolor más profundo es una intimidad que corre el peligro de ser violada. Sentí pudor de entrar en tantos mundos desgraciados, sólo para escuchar. Algunos venían de un país lejano que los transeúntes que cruzan a diario la Plaza no conocen, al que no irían de vacaciones ni les gustaría oír en una reunión familiar. Historias de la dejadez y sus ruinas que escuché mientras la gente salía por otra puerta enorme. Algunos secaban las lágrimas, otros sonreían con pocos dientes, alguno tomaba aliento apoyándose en un árbol de Diagonal Sur. Salían otros, diferentes a los que habían entrado. ¿Quién hacía los milagros en ese edificio tan ajeno?
Me quedaba hasta que salía, muy tarde. Quería verla de cerca y nunca pude. Era rubia, muy rubia. Podría contar muchas cosas, pero los pueblos tienen historias que son personales. Lo importante pasa desapercibido casi siempre y ocurre en un rosario de minutos, de horas, de días, tan lejos de lo que algunos piensan que merece recordarse.
Ahora son las ocho y once; él va a entrar a esa habitación. Debo detenerlo, no debe pasar la puerta. Apuro el paso. Trato de vencer un miedo antiguo que me tira para un costado. Es importante que llegue. Estoy a sus espaldas y puedo notar sus ojos mirándome (y seguramente los tiene cerrados). ¿Cómo va a deshacerse de mi, que se de su trabajo? Le toco el abrigo y se vuelve. Estamos cara a cara. Cierra los párpados levemente, es por las buenas pero no voy a irme. Lo miro y pienso que no debe entrar. Me escucha.
No voy a entrar, no soy yo esta vez.
Entonces, no es el día.
Es el día.
Hay que hacer algo, no se puede ir. Vi lo que hace, ustedes tienen que saber lo que ella hace.
Me mira en silencio. Yo también estuve en las colas, siempre detrás tuyo. No entiendo qué ibas a pedirle.
Nada, sólo estaba viendo.
Entonces, ¿sabías todo el tiempo por qué estoy acá cerca de su cuarto? Están varios de ustedes, todos los que pueden verme y todos por lo mismo. Creyentes sin propósito que se van descubriendo, los que no pudieron creer como los que hacen las colas. Tenían que ver, siempre tienen que ver. ¿Qué va a pasar ahora?
Esta vez el silencio me parte en dos. Se va hoy, ahora.
No puede ser, ¿qué vamos a hacer si se va?
Van a estar sin ella.
¿Quién viene a buscarla entonces?
Soy sólo una guardia que espera, no me está permitido entrar. A ella se la lleva Dios.
Me deja, se aleja y quedo mirando como se va por el pasillo. Me siento en un banco sin saber qué es lo que debe sentirse, sin ánimo para nada. Levanto la vista, son las ocho y veinticuatro. En un minuto me quedo dormido y sueño, tal vez el mejor sueño. Estamos bajando de un micro en fila y uno de los pibes grita: ¡el mar! Bajamos mirando nuestros sacos nuevos, los pantalones cortos planchados, los zapatos lustrados que va ensuciando la arena. Corremos y nos retan pero no importa. A la noche cenamos en un comedor inmenso. Hay carne al horno con papas y podemos repetir. Hay servilletas y unos cubiertos pesados que brillan. Uno mira las cortinas de flores y los manteles como si estuviera contemplando la Gioconda. Deletreo con dificultad el nombre que está escrito en un cartel de bienvenida Cha-pad-ma-lal. En eso se arma un alboroto. Los que sirven aplauden cuando entra una señora delgada rubia, muy rubia. Con un gesto los detiene. Pasa por las mesas y conversa con los chicos. Pasa a mi lado, le hace una caricia a mi compañero de al lado. La veo, al fin la veo.
Fue un cerrar de ojos, de sueño por tantas noches en vela. Miro el reloj de nuevo, las ocho y media. Está oscuro y no se escucha nada. No veo las puertas, los sillones, no hay médicos ni monjas, no hay nadie. Hay si un abandono enorme en la penumbra. El está sentado en el mismo banco, a centímetros mío. No me atrevo a hablarle, apenas trato de mirarlo de costado. Está ausente, sin mirada.
De pronto se lleva una mano a los ojos y se pone a llorar en silencio.
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