Yo no la vi.
Luces de esperanza en Retiro difuminadas en los vapores del andén; carga la valija, puede con ella, afuera está todo. Y no debe haber sido fácil entre las marquesinas que no la nombran en Corrientes angosta, Corrientes esquiva. Café con leche, madrugada, arreglar y planchar la misma ropa para que parezca distinta, esperar. Esperar nerviosa, con una actividad que se come el estómago. Actuar.
Sin embargo el nombre iba y venía en los relatos de mi viejo antiperonista, pero con un reverencial respeto por la Señora que saludaba a esos (a él) muchachos del Central cuando se iban tarde, fichando las horas extras. Porque ella se iba a ir más tarde. Algo así como respeto y admiración, bajo rencores de clase media estrenada en esa época. Cuello blanco, no overol. ¿Dónde estaban esas oficinas que les daban un cruce casi cotidiano? Nunca supe, no se me ocurrió preguntar ni interrumpir.
Iba y venía insospechablemente. La abuela Minga contando la historia maravillosa de su prima -entre licorcito y licorcito en noches de nieto que se queda en casa de abuela y ya es grande, pero allí no- Ezpeleta, campo (esto ya lo escribí pero va de nuevo a las apuradas), la prima juntando chicas que vaya a saber qué hubiera sido, venidas del interior profundo de la provincia (como Esa), llevándolas a su casa y haciendo primero una especie de pensión y luego un emprendimiento. Coser, bordar, esas cosas de una época malvada y al mismo tiempo ingenua. La carta, las máquinas de coser que bajan del camión en fila india. Las chicas en fila en el antiguo living meta trabajar. Y un día, el cochazo negro levantando polvareda en la puerta… Era ella. Ella que venía a ver esos proyectos de mujeres detrás de las máquinas de coser.
¿Hacer una historia? Y para qué si todos la conocen. Se vieron, se frecuentaron. El le dio aire, le vio las alas de gorrión atrevido. ¿Se habrá dado cuenta de todo, pudo haberlo presentido? En esa actriz, la verdad que no. Pero el tipo redobló la apuesta. El departamentito, el medio secreto a la vista de todos. De todos los milicos que tenían amantes, no novias. De tanto cacatúa con uniforme que comulgaba y se iba de putas. Pero claro, la única puta del país tenía que ser esta. Esta.
Hay un relato sobre el rencor. Que era por eso, el odio. Ladraba desde el micrófono. Ladraba. Y la tercera palabra: fanática. La mancha de lo ilegítimo, las veleidades de actriz (y cuantas cosas más que se dicen bajando la voz y frunciendo la boca). Es que se estaba por hacer mierda el fantástico país de la Generación del 80, ese en el que se decía lo que había que decir, con las manos juntitas, la boca cerradita y el pelito planchado. El país donde las mujeres honestas eran nenas para siempre y un buen día se convertían en viejas de mierda. Bajo la atenta mirada de los hombres.
Yo no se si ella vino a sacarles la lengua, si todo era a propósito. Algunas cosas si, y dios mío que locura extraordinaria. Nací en un país en el que ella no existía. Donde estaba prohibido que existiera. El "tirano prófugo" de alguna manera tenía existencia, gravitaba sobre todo, aún cuando no se lo nombraba ni por los eufemismos. ¿Pero ella qué era? Un recuerdo guardado entre los creyentes, una velita que se prende en un altar escondido, un beso al aire antes de acostarse. ¿Qué era? Sólo una máscara robada, un cadáver desaparecido. Y basta. Yo nací en el país que decía rabiosamente ¡basta! (y lo lamentaría).
¿Cómo sería viajar a Europa? Los días en el barco, esa emoción de ser recibida, de tener que ser aceptada por la vieja Europa. Uno hace una seguidilla de fotos y va viendo paso a paso los boatos de la monarquía franquista, los boatos impasibles del Vaticano. Vestidos increíbles como en esas películas de Sisí Emperatriz, espectacular y deslumbrante, justo, justo como debe ser. Y seguramente el lenguaje de siempre, el ácido, chongo, de calle, en el hotel con esa amiga con la que se puede, en esas altas horas en que todos los días finalmente terminan.
La foto del tren, alargando manos entre la gente. El tour por las provincias y el desborde imperceptible. Sin vuelta atrás. En el desdoble -del que ella misma habla- va a quedar sólo una. Es un milagro político, o simplemente un milagro. Y de allí son solamente cinco años de actividad política. No es una carrera. Es un degolpe.
Yo estaba ahí, pero mucho después. Casi en los mismo lugares, que se habían transformado en otros lugares. Primero me topé con el Viejo y reparé en el uniforme de fotos pintadas. Caramba un milico, se sabe que a mi generación todos los uniformes (de lo que sea) nos van mal. Pero bueno, un liderazgo. Y todos lo empiezan a decir, los pibes más grandes van y vienen, las revistas, los libros. Y Latinoamérica, aunque vale aclarar que el furor por la revolución cubana pasó antes. Yo hablo de cuando se separaron los Beatles y el rock nacional nos empezó a mover el piso, de esa época.
Uno venía con el corazón a la izquierda, mezclado con la religiosidad popular y todo eso con lo que nos parapetamos para que la certeza implacable de los paradigmas no nos hiele el alma. Pero la “ciencia” entró igual, rompió los vidrios y salpicó un poco de marxismo en las zapatillas y el vaquero. Uno se cargó algún libro en el morral, hizo una ensalada con todo eso y la realidad que de prepo se autoimpuso. Laburo de villa, esas cosas de quién llega medio con la lengua afuera corriendo para subirse al pueblo. Y se tira dando el salto porque ese es un tren que va al paso, como esperando y dando chance (hay que ser muy boludo para no darse cuenta, sobre todo si uno no le tocó estar adentro desde el vamos).
La revolución era tan grande que todos cabíamos y hasta era posible tomar caminos diferentes. Al final era como andar dando vueltas por el patio. Pero había animales ahí afuera, ojos que perforaban la luz de la tarde y espiaban escondidos en los árboles. Había monstruos entre nosotros, y seguramente algún lobo mordía a alguno que andaba en ese patio y esperaba a la próxima luna llena. Hubo derroche y se tiró manteca al techo, la juventud tiró valor por todos lados.
La tenía en las fotos con el cabello suelto, esas de San Vicente en que aparece feliz (así la tengo ahora también en un cuadro), pero no la buscaba.
Como dije: yo no la vi. Entonces me puse a buscarla. Pero fue cuando me abandonó todo. El marxismo se me hizo un agua podrida entre los pies, no por esa ideología que respeto (que tomo y me toma, pero ya no de cuerpo entero ni mucho menos), sino que se me fue la izquierda al costado, tan cerca de las ideas que estaba y tan al desamparo. Ocurrió apenas después de que los santos se me huyeron una noche y me dejaron con los rezos hechos solo de palabras sin ton ni son. La fe perdida dos veces en una vida me parece como mucho, las dos catedrales –la de incienso y la roja- haciendo de ruinas en mi paisaje. En fin, y ahí me la encontré.
Tenía el gesto de mi otra abuela recalentando la plancha, revolviendo almidón y haciendo prolija la pila que mi viejo –un pibe en bici- iba a entregar en los caserones de Coghlan. Andaba alcanzándole los lentes que la tía Ema usaba a caballito de la ñata y por arriba de las orejas, cosequetecose, y la hora que vuela como el matrimonio y los hijos que la modista de barrio tuvo, mi tía vieja de batón hecho por ella y mis pijamas, hechos por ella. Era también el Chinito, ese tío abuelo tarambana que se levantaba al alba para ser el carnicero de la feria, con el gorrito blanco y el delantal impecable, sonriendo intencionado a las doñas. Ese que hacía flotar los boletos del tren en una palangana para desfigurarles la fecha.
Ella estaba en mi tía Adela, en Sofía, las de Ezpeleta que trabajaron en La Estrella, y esa casa vieja de enrejados de madera pintados de verde con las bochas de vidrio (deshechos de la fábrica) en la entrada. Latía seguro con Ernesto, el tío que manejaba las palancas de los cambios de la estación del tren y que se perdió un día por no callarse la boca en una paliza de policía brava. Esta parentela de trabajadores con pocas palabras y mucho gesto, mucha mirada, que me decían “Grabiel”. Y se reían cuando metía el pie en la zanja. Yo no se si alguno de ellos era peronista, se que tenían orgullo por las marcas del laburo en las manos.
Ella me fue entrando qué se yo cuándo ni cómo, se me hizo nudo en el estómago, me dio fiebre y también me curó. Ahora se que me seguía al costado de la ruta 3, o en Mármol, en Calzada con la parva de encuestas en la mano. Me tiraba encima el conurbano peruca para que yo sacara mis propias conclusiones. Sin mostrarse nunca, sin soplarme las respuestas. Y no las encontré, lo que me andaban sobrando eran las preguntas.
Hace años que había entendido, pero con eso nunca es suficiente. Algo me estaba pasando. No la ví y comencé a extrañarla. Ella se las había arreglado para meterme en las fotos de cualquier manera. Me salpicaban los pibes entrando en malón al mar nunca visto en Chapadmalal, la gritería de triunfo de tantos parientes sin mar. En el pecho se me abrió paso una gratitud que no era mía, me la estaban contando otros. Yo no los conocí, pero subo y bajo seguido las escaleras que ellos pisaron esperando verla, cuando la Legislatura era el Palacio en que la Señora los atendía. Y todos los días alguno me habla sin que lo note, me enseñan como sólo el pueblo enseña, a mi que no soy un buen alumno.
Es raro todo esto. La madurez viene a ser como empezar de nuevo, pero bien. Y esto lo digo porque es “por opción”, tuvo que ser pensado pero para ser de verdad, tuvo que ser sentido. Y si, uno volvió al viejo General, que se convirtió en el personaje preferido de “cursos”, charlas, mates, y uno ahí presentándolo, explicándolo, contándolo. Es raro como el hereje termina siendo un predicador. Pero es así.
No la vi, y ella estuvo siempre.